sábado, 27 de junio de 2020

El árbol de los reflejos

El árbol de los reflejos
Ediciones Biblioteca Córdoba, 2013


Las fotos de una máquina analógica
son rugosas, texturadas, carnales;
lo noté al escanearlas y estirarlas con el zoom
de mi computadora: los puntos que forman
la imagen, se separan y multiplican,
y lentamente aparecen las semillas
que para Anaxágoras existían en el fondo de la naturaleza.
Alguna sinuosa capa de la piel hecha de luz
es capturada en el papel y fijada allí.


Aunque la emulsión añeja de la fotografía
lo fue confundiendo cada vez más
con su esposa Georgina,
y su fantasma quiso convertirse, para nosotros,
en el fantasma del amor, no pudo ser.
Cuando amplío la foto escaneada con el zoom
de mi computadora, no veo nada. En el espacio
donde la silueta de su cuerpo debió erigirse,
entre manchas grises, blancas y negras,
no hay nada. Ni semillas ni luz clara ni reflejos
laqueados, ni siquiera el perfume triste
de mi abuelo, que no fue.



 Texto de Contratapa: Silvio Mattoni


Un libro preciso y que necesita su modo de escribirse, su claridad y su concisión, El árbol de los reflejos hace aparecer, invoca una genealogía en un lugar determinado. Quien lo escribe tiene al menos dos imágenes que a su vez la poseen, por momentos, por raptos o sencillamente por distintas investigaciones: un hijo que crece, que fascina, que se registra para la alegría familiar; y un abuelo enigmático, que se suicidó, y cuya figura se fue ausentando de cualquier registro. Sin embargo, aquel antiguo muerto, nudo oscuro y callado en el tronco del árbol familiar, parece resucitar a instancias de la poesía. Quien escribe le puede perdonar su dolor. Y entonces su silencio se vuelve el viejo ropero cuya superficie laqueada reflejó ratos de infancia y todavía refleja la vida y su prosecución. Las fotos, lo que en toda foto falta, retornan con su textura analógica, arcaica, para recordar los destellos que anunciaban deseos o que se despedían con un último brillo. 
Mariana Robles pudo escribir lo que reluce en el secreto de los rostros, los gérmenes vitales en el deseo de las miradas queridas, lo que se hace visible a la vez en los arcaísmos de la poesía como género y en las analogías de la imagen recuperada, pero ambas cosas observadas bajo un zoom tecnológico donde “lentamente aparecen las semillas/ que para Anaxágoras existían en el fondo de la naturaleza”. Las uvas que relumbran en las imágenes de ciertos poemas no brotan quizás de la madera del viejo placar, que mira especulativamente un pasado que se aleja, sino que se identifican con nuevos niños, con el movimiento incesante que también devuelve vida a la mirada. Pero la poesía en esta escritura de la luz no abandona aquello que ya no habla ni se refleja, necesita la oscuridad de un pasado remoto para que las palpitaciones titilantes del deseo de vida se noten más, se anoten, celebren y perduren. Un libro necesario, sin más. 

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